El año de la seca (Monte Ávila, 2000), del escritor Víctor Álamo de la Rosa, es una novela que dibuja entre la realidad y la ficción las vivencias de los emigrantes canarios a América. Es una novela volcánica, con olor a mar. Dijo José Saramago en el prólogo de su primera edición en Brasil (Sette Letras, 1997) que:
Describe la relación obsesiva de dos amantes, el ambiente también obsesivo y cruel en que sus vidas transcurren. Narra con seguridad de oficio el escritor, avanzando por los difíciles caminos de la identidad erótica de la pasión.
…Y el año de la seca llegó. Obedeciendo fielmente a un presagio a modo de conjuro, llegó. Para desafiar la ardiente sed de los habitantes de la isla de El Hierro, inclemente, sin piedad, llegó.
La seca, ese mal que azota las tierras, provoca la muerte de los montes y lesiona el verdor de los campos, fue la misma que erosionó el corazón de los isleños hasta que decidieron enfrentarse a las trampas del océano, antes que permanecer un instante más en esa tierra áspera con el alma fundida por el sol.
Y en medio de esa jauría de calor y sal, Efigenia y Aquilino, Aquilino y Efigenia, dos jóvenes hundidos en el ardor clandestino. Un amor fuerte, afilado, jugoso, blando y atrevido, que inició unas miradas y sucumbió en el placer mutuo de sus cuerpos. Contraste con las penas de una isla sobre la que el cielo decidió no desparramarse en un año entero, un pedazo de tierra entre la inmensidad del mar, abrasada por la sequía, donde el hambre y la desesperación auguraba el escape de esos suelos olvidados por Dios.
El agua se invoca, lo invoca las piedras, el anhelo de los lugareños. Protagonistas de una emigración clandestina, pintorescos personajes que suben a barcos fantasmas para huir del hambre y la pobreza, con miras a América, el nuevo continente. En el año de la seca, se presenta un mismo deseo en dos barcos que zarparon con desenlaces diferentes. Uno que llegó y otro del que no se supo nada.
Dos embarcaciones como la única oportunidad que tuvieron distintos hombres para aventurarse hacia el continente de la esperanza. El Saturnino, embarcación triste y taciturna, que albergaba el lamento y añoranzas de cincuenta hombres que retaban al destino con su hastío. El Nuevo Adán, carcomido, con casi ochenta vidas a bordo. Campesinos, jornaleros, pescadores. Sed, hambre y pecado conviviendo entre en el vaivén de las olas.
Estos barcos fueron la luz en la calamidad, el sosiego en la penumbra de estas almas viriles que dejaron esposa, hijos, amores, animales, sembradíos. Dubitativos, temerosos, soñadores, ambiciosos, pero convencidos totalmente de que no podían pernoctar un minuto más en aquella isla vencida, bajo un cielo pusilánime ante las plegarias.
Mientras tanto, Efigenia y Aquilino, sumergidos en las membranas de la pasión, desconocen que sus destinos están marcados por la sequía, que vulcanizará sus pieles, socavará sus almas. También ellos tendrán que enfrentar los padecimientos de la ausencia de la lluvia.

Hasta que «al final llega la lluvia (…); y con ella también llegan nuevas esperanzas para los que no tomaron el camino del mar; y llega, finalmente, algo de sosiego para el lector de este brillante manojo de juegos literarios».
Manuel Cabesa
[Como Nina, el mote que le puso su padre, firma María Laura Padrón estos textos sacados del baúl. Fragmentos de su adolescencia, escritos bajo la influencia de personajes y lecturas que le volaron la cabeza. Un ejercicio para reírse de sí misma y evocar a la muchacha curiosa que solo quería leer y escribir]