Naciste producto de la imaginación de un escritor, que utilizó la evocación del pueblo de su infancia para crearte. Eres la representación de un lugar mágico y recóndito donde los hechos más inverosímiles pueden tener parte. Gabriel García Márquez te bautizó Macondo, como una finca bananera en Aracataca, municipio de Colombia que lo vio nacer.
Después de una larga expedición en busca de la tierra prometida, con amigos, sus esposas, hijos, animales y todos los macundales, el soñador José Arcadio Buendía, siguiendo como lo haría el resto de la vida todos sus impulsos, te encontró al oeste de Riohacha, rodeada de una sierra casi impenetrable y en medio de la soledad te fundó.
A partir de allí, nadie se atrevió a abandonarte. Tus suelos se prestaron para ser el cimiento de una hermosa villa a orillas del río. Tus habitantes no conocían tu pasado, pues no lo tenías. No habían existido muertos a quien enterrar, ni ley humana a la que apegarse. Eras un pueblo desconocido, hasta que sin avisar apareció el gitano Melquiades, fuente del conocimiento, que llevó hasta ti los más grandes inventos de la ciencia: conociste la lupa, el imán, el hielo y la alquimia. ¿Llegaste a imaginar que ese hombre misterioso escribiría tu destino en un pergamino indescifrable?
Te idiotizó con sus fascinantes artilugios y así te logró ubicar en el mapa. Comenzaste a ser un destino interesante para los extranjeros. La aldea de veinte casas de barro y caña brava, comenzaron a ser transformadas con la modernización en la que se empeñaron tus visitantes. Un aparente desarrollo te envolvió, pero lo que no sabías es que estabas siendo víctima de la colonización.
«En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando, ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz», se enorgullecían en manifestar aquellos a quienes viste crecer. La tranquilidad desapareció cuando nuevas costumbres entre tus pobladores se arraigaron de generación en generación. No estabas preparado para sufrir estos cambios, ese paraíso terrenal que fuiste en tus primeros años comenzó a desmoronarse. Testigo de guerras, violencia, aventuras, amores y desencantos, dejaste de comprender cuáles eran los límites de tu realidad.
Cien años fueron suficientes para que las siete generaciones de la familia Buendía pudieran ver cómo te desplomabas. Atrás quedó la ilusión de los días nacientes y se fue borrando la memoria de tu existencia. Hoy, quienes te leen conocen de ti, de tus orígenes y evolución, pero también de tu inminente destrucción.
Puedo verte Macondo, tu historia no me es ajena en absoluto. Eres la estampa de una tierra que también conozco, se llama Latinoamérica y como tú ha sufrido a lo largo de los años el deterioro. Muchos han querido ocuparla, despojarla de sus riquezas, porque es atractiva a la ambición de extraños que se asombran al ver los prodigios que aquí suceden. No quiero que como tú, mi tierra sea borrada de la existencia del mundo, tampoco que se encuentre inmersa en la soledad. Creo que los pueblos latinoamericanos están destinados a ser más que un presagio inscrito en un papel, que la nube de polvo en la que te convertiste.
[Como Nina, el mote que le puso su padre, firma María Laura Padrón estos textos sacados del baúl. Fragmentos de su adolescencia, escritos bajo la influencia de personajes y lecturas que le volaron la cabeza. Un ejercicio para reírse de sí misma y evocar a la muchacha curiosa que solo quería leer y escribir].